SOBRE LA COLECCIÓN ARTÍSTICA DEL OBISPO BAZÁN Y BUSTOS
El obispo riojano Abel Bazán y Bustos (1867-1926) está ligado a la historia de Paraná por haber sido desde 1910 hasta su muerte en 1926, obispo de la diócesis [1]. Doctor en filosofía y teología, fue un viajero entusiasta e incansable, pero también un apasionado del estudio, del arte y de la historia. Recorrió países y lugares en los que, con mirada atenta, supo descubrir aspectos de la cultura y el paisaje que dejó plasmados en prolijas crónicas de viaje. Fue sobre todo en Europa donde, alentado por la abundancia y variedad de la oferta artística, comenzó a incursionar en el coleccionismo, adquiriendo lo que encontraba a la medida de su gusto personal; gusto que hay que enmarcar en una época, en la que la valoración artística pasaba generalmente por el virtuosismo en la imitación de la realidad.
Su interés - como él mismo afirma - no era el de un experto en arte, ni tampoco el de un coleccionista; su búsqueda tenía que ver con el deleite personal, y con el gozo que en su espíritu provocaba la contemplación de la belleza: “No soy artista, pero me estremezco ante lo bello; mucho menos coleccionista en cuanto tal” escribía en 1919, comentando sus impresiones personales sobre las piezas de colección que logró reunir para su palacio episcopal en Paraná [2].
La extensísima diócesis que le tocó gobernar, le exigía atender innumerables asuntos y emprender viajes que a menudo resultaban extenuantes. En medio del trajín, sin embargo, sabía procurarse momentos de recreo y distracción; “Los mortales todos – decía – para vivir, poder trabajar, ser útiles, y cumplir con su misión cualquiera sea ella en la vida, necesitan de reposo, de distracción y de solaz…y como entre los humanos cuéntanse también los Obispos, tan de carne y huesos como los demás, también éstos, en una u otra forma, necesitan distraerse y holgar” [3]. No era sencillo sin embargo, encontrar el modo de hacerlo sin atraer la atención de la gente: “Salir de paseo, hacer ejercicio, respirar aire oxigenado. Todo sería factible si no llevara estos ropajes que me denuncian ante los curiosos, que son los más, y me quitan hasta el derecho de transitar libremente por todo el territorio…iba a decir, de la Nación, como reza nuestra Carta Magna, pero siquiera de nuestro descuidado Municipio paranaense, como puede hacerlo cualquier prójimo, sin que me claven la mirada y me examinen de arriba abajo, como a un animalito raro y curioso” [4].
Apartado de las miradas ajenas, buscó solaz y refugio en dos de sus grandes pasiones, el estudio y el arte: “Amo con pasión el estudio. Los libros son mis amigos, mis confidentes, mis inseparables compañeros de toda hora. ¡Cuánto se disfruta y goza con el estudio y los libros!” [5]. Una distracción, sin embargo, que se permitía a puertas cerradas, en la soledad y sosiego de su residencia episcopal, contigua a la Catedral [6], “donde el silencio sólo es interrumpido, de día, por el timbre eléctrico, que no acostumbra traer cosa buena, o por los golpes descompasados de puertas y ventanas, que se abanican por descuido de la servidumbre, y de noche, por el chirrear acerado de las lechuzas, que han hecho de la contigua catedral el campo de sus proezas” [7].
La agenda diaria de actividades incluía en sucesión fatigosa, audiencias con todo tipo de personas y por los motivos más diversos. En tono casi familiar, el Obispo confiesa su necesidad de “esparcir el espíritu fatigado de visitas que no alegran porque son sinónimo de reclamos, de líos o de pleitos, de expedientes, de notas rígidas, frías y secas como diplomáticos en frac, o facturas de comercios” [8].
A medida que fue formando su colección de arte, encontró como nueva forma de distracción y solaz, detenerse y contemplar, una a una, las obras que iba adquiriendo: “Me acuerdo de mis telas y me siento revivir; tengo en qué distraerme un rato… puedo divagar a mis anchas, a solas, sin testigos, por mi escasa y pobre galería, rica sin embargo, en arreboles de luz, en manchas de color firme y vigoroso, y en recuerdos de cariñosa amistad” [9]. No pocas de las obras que fue atesorando, en efecto, se vinculaban a algún recuerdo o al obsequio amistoso de algunos que, conociendo su pasión por el arte, llegaron a desprenderse de algún tesoro familiar, para confiarlo a quien sabían, que mejor que nadie lo conservaría y apreciaría. Él mismo da testimonio de ello diciendo que fue casi “sin saber cómo”; “en medio de mis pobrezas, he ido con cariño y amor infantil enriqueciéndome, ya de una, ya de otra tela de mérito, obsequio a veces de mis amigos, fruto en las más, de mis escasas economías, nunca por cierto mejor empleadas que en la búsqueda y adquisición paciente y amorosa que hice en mis viajes a Europa” [10].
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Su mirada sobre el arte y la belleza
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La colección que enumera y describe en “Arte”, comprende un total de 192 obras entre pinturas, esculturas, y objetos de variada índole. Es fundamental, previo a cualquier valoración de las mismas, tener en cuenta que se trata de una colección privada y que, consecuentemente, el criterio que las vincula no es otro que lo que Bazán y Bustos llamaba su “gusto y sentimiento de lo bello”. Difícil encontrar, sin embargo, un concepto tan esquivo a las definiciones y al acuerdo general como el de “belleza”.
En 1917, respondiendo a una invitación del obispo de Santa Fe, Bazán y Bustos preparó un discurso en el que expuso por escrito sus ideas sobre la belleza y el arte; referencia importante para entender su mirada personal y los criterios con los que tomaba la decisión de adquirir una obra o rechazarla. La ocasión fue la finalización de la decoración de la bóveda de la nave central de la basílica Ntra. Señora del Carmen del centro santafecino, obra, del artista italiano Giovanni Cingolani (1859-1932). Bazán y Bustos reivindicó decididamente en su discurso el papel que la fe cristiana tuvo, según su entender, como factor purificador y enaltecedor del arte: “La religión es la gran inspiradora del arte, porque depura y engrandece el ideal artístico”.
Decía que el artista tiene la función de reproducir la naturaleza, no como imitación, sino como interpretación, revistiendo la realidad con la luz del ideal o prototipo de perfección, que el verdadero artista posee, a modo de iluminación o inspiración divina, en su mente y en su corazón: “El ideal es lo más bello entre lo bello, lo más perfecto entre lo perfecto, algo divino que baña la mente y el corazón del artista” [11]. Según esto, la obra artística “será tanto más bella y perfecta cuanto mayor y más nítida sea la luz que irradia el ideal que hay en la mente del artista" [12].
Resulta claro que el razonamiento del obispo busca subrayar que solo cuando ese ideal es Dios o - dicho de otro modo - cuando la fe está presente en la mente y el corazón del artista, la obra será objetivamente superior, por ser fruto de una verdadera capacidad interior de interpretar la realidad creada a la luz de Aquel que la creó. Consecuente con sus principios teóricos, no dudará en afirmar que la misión del arte será conducir las almas hacia el ideal divino, y la del artista “desprender a la humanidad de las cosas bajas y groseras”, elevándola “a mundos mejores, por medio de la contemplación de la belleza” [13]. Por ello la “religión” tendrá, para Bazán y Bustos, un rol fundamental en el arte.
La concepción artística formulada en su discurso, heredera de la tradicional reflexión sobre la belleza en la filosofía y teología occidental, no deja de traslucir cierto sabor dialéctico, habitual de las controversias de la época entre clericales y laicistas. De hecho el obispo no elude en su discurso hacer mención de quienes sostienen que la pretensión del cristianismo, de haber elevado y perfeccionado el arte, es “una invención mentirosa” [14] procurando rebatir tales afirmaciones con argumentaciones sólidas. Parece claro, que una tal concepción de la belleza y del arte, condicionó en algún modo, la formación de su colección, y lo llevó a rechazar muchas de las expresiones artísticas que por aquel entonces buscaban abrirse paso en el mundo del arte, como el "impresionismo", y que hubieran enriquecido notablemente su colección.
Sería erróneo pensar que todas las obras de su colección fueran para Bazán y Bustos igualmente estimables; por el contrario, él mismo expresa que así como “no hay día sin noche, ni luz sin sombra…en mi galería existen también sombras"; y aclara, “Telas hay de valor artístico insuperable, aunque no faltan algunas también que, a falta de otro título, tienen el de ser mías, y esto les basta para ser acariciadas y amorosamente queridas por su dueño, al igual que hace la madre con su hijito más débil; con lo dicho, empero, no se quiere significar que sean enteramente desprovistas de mérito. Todo es relativo en este mundo” [16]. En efecto, más allá de los valores estrictamente artísticos, había detrás de muchas de ellas, historias que las convertían en objetos afectivamente preciosos. Así, sucederá por ejemplo, con una estatuilla indígena de la Virgen de la Merced traída de Famatina, de la que comentará “me trae recuerdos imborrables de giras apostólicas, hechas en mi provincia, tiritando de frío o asándome por los calores, pero disfrutando de más libertad y alegría en esos viajes a caballo que en esta jaula dorada del Palacio” [15].
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La colección Bazán y Bustos es, más que un simple conjunto de piezas artísticas, testimonio y expresión de una historia personal de vida; la de un obispo de principios del siglo XX que vivió con entrega su vocación pastoral, pero supo también conjugarla con una mirada atenta a los reflejos efímeros y relativos que este mundo ofrece de la belleza eterna, absoluta e infinita de Dios.
Pbro. Lic. Daniel M. Silguero
[1] La Diócesis Paranaense, creada en 1859 por Pío IX, comprendió originalmente las provincias litorales de Entre ríos, Santa Fe y Corrientes; Bazán y Bustos fue su cuarto obispo. Santa Fe pasó a ser autónoma en 1897 y Corrientes a comienzos de 1910. Paraná fue elevada a Arquidiócesis por Pío XI en 1934.
[2] “Arte” fue el quinto de sus trabajos literarios, que consideraba circunstanciales y no producto de verdadera vocación por la redacción. Antes había escrito una crítica a la obra “Lourdes” de Emile Zola, un diario de viaje titulado “Aromas de Oriente”, un artículo sobre una imagen de San Nicolás de Bari venerada en La Rioja (Argentina), y un tratado de "Historia eclesiástica argentina". El título, amplio y genérico de “Arte”, le facilitaba incluir otros escritos propios, como “El arte en Córdoba” (de una conferencia pronunciada con motivo de la inauguración de las salas de pintura del Museo Provincial de Bellas Artes de Córdoba en 1914); “El cristianismo y el arte” (discurso pronunciado en la iglesia del Carmen de Santa Fe en 1917), y un comentario sobre el cuadro titulado “El sueño de San Martín” del catalán Pedro Blanqué , expuesto por aquel entonces en el Club Social de Paraná.
[3] Cf. Monseñor Abel Bazán y Bustos, Arte, Barcelona, 1919, p.5 (en adelante solo "Arte").
[4] Arte, p. 6.
[5] Ibid, p.5.
[6] La expresión Palacio episcopal era usual, por aquel entonces, para referirse a las residencias episcopales; de hecho Monseñor Bazán y Bustos la utiliza para referirse al lugar donde vivió sin otra connotación que la mencionada.
[7] Arte, p. 6. Algo parecido puede decirse de la referencia a la “servidumbre”, expresión ya en desuso pero habitual en aquellos tiempos para referirse al personal encargado de los distintos servicios de un edificio oficial y de la atención de su ilustre residente.
[8] Ibid., p. 7.
[9] Ibid., p. 7.
[10] Ibid., p. 7.
[11] Ibid. p. 160.
[12] Cf. “Arte”, p. 160.
[13] Ibid. p. 162.
[14] Tal la postura del teólogo alemán Alban Stolz (1808-1883), en “Arte”, p. 162, nota (2) a pie de página.
[15] Ibid. p. 9.
[16] Ibid.